Dios no juega a los dados con el universo, más bien juega un juego inefable diseñado por él mismo que podría compararse, desde la perspectiva de cualquiera de los otros jugadores (es decir, todo el mundo), a jugar una variante esotérica y compleja de póker en una sala oscura, con cartas en blanco y apuestas infinitas, con un distribuidor que no le comunica las reglas y que sonríe todo el tiempo.