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Serita McKenzie
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Suzanne Collins
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Curtis Baldwin
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Kenneth Grahame - El viento en los sáuces
La viajera era flaca, de rasgos afilados y con los hombros un poco encorvados. Tenía las patas largas y delgadas, pronunciadas arrugas alrededor de los ojos, y unos aritos de oro en sus bonitas orejas. Llevaba puesto un jersey de lana azul descolorido, igual que los pantalones, que estaban bastante sucios y llenos de remiendos, y sus escasas propiedades iban envueltas en un pañuelo de algodón azul.

Horacio Quiroga - El síncope blanco
Algunos, sobre todo las personas que esperaban con los ojos cerrados o estaban con la cara en las manos, se equivocaban en el primer momento de puerta, y se encaminaban a otra. Pero ante un nuevo canto del número notaban su error y se dirigían con alguna prisa a su puerta, como quien ha sufrido un ligero error de oído. No siempre tampoco se cantaba el número; si la persona estaba cerca o miraba distraída en aquella dirección, el guardián la chistaba y le indicaba su destino con el dedo.

Erich Fromm - El amor a la vida
Y luego hubo la extraordinaria influencia que ejerció sobre mí el Budismo. Me enseñó a ver: hay entonces una actitud religiosa que se produce sin Dios. Cuando conocí el Budismo -eso fue alrededor de 1926-, constituyó para mí una de las grandes experiencias vitales. He seguido manteniendo hasta hoy mi interés por el Budismo. Lo enriquecí luego con el estudio del Budismo Zen, sobre todo con el Dr. Suzuki, pero también a través de múltiples lecturas.

Erich Fromm - El dogma de Cristo
Con lo dicho hemos así penetrado en las superficies psíquicas de los adeptos de la cristiandad lo bastante como para intentar nuestra interpretación de estas primeras afirmaciones cristológicas. Los embriagados con esta idea eran gente atormentada y desesperada, llena de odio a sus opresores judíos y paganos, con ninguna perspectiva de alcanzar un futuro mejor. Un mensaje que les permitiera proyectar en la fantasía todo lo que la realidad les había negado debe haber sido muy fascinante.

Diccionario Real Academia - Hipocampo
hipocampo. (Del lat. hippocampus, y este del gr. ἱππoκαμπος). 1. m. Anat. Eminencia alargada, situada junto a los ventrículos laterales del encéfalo. 2. m. Zool. Pez teleósteo de pequeño tamaño y cuerpo comprimido lateralmente, cuya cabeza recuerda a la del caballo, que carece de aleta caudal y se mantiene en posición vertical entre las algas en que habita. El macho posee una bolsa ventral donde la hembra deposita los huevos y se desarrollan las crías.

Carmen Domingo - La fuga
Al Chato, vecino de la zona, desde que fue detenido por robar un gorrino en su pueblo, lo condenaron al fuerte. Desde muy niño, desde que se murió su padre, trabajó en la taberna del pueblo. Pero justo al comenzar la guerra la cerraron y en su casa su madre y sus ocho hermanos se quedaron sin el único sustento que entraba. Así que él, ni corto ni perezoso, salió a buscarlo. Funcionó un tiempo, pero no tardaron en pillarlo. No estaba acostumbrado a la bribonada y lo enviaron al calabozo.

Carmen Domingo - La fuga
-Saturnino, estamos en guerra, ¿o lo has olvidado? Ya puedes ir quitándote esas tonterías de los perdones de la cabeza, que con eso no ganaremos la guerra. La Iglesia tolera lo que está pasando porque Dios dice que nosotros somos los buenos y ellos son malos. Y Dios ayuda a los buenos y castiga a los malos, ¿no? Pues en ésas estamos. Esos rojos por no tener no quieren ni tener un dios que los ampare, así que a qué molestarse con ellos. Bastante hacemos teniéndolos aquí -insistió Roberto.

Carmen Domingo - La fuga
¿Qué es lo que pasa, señor? ¿Algún problema? -preguntó tímidamente Carlos Muñoz, el administrador del Penal de San Cristóbal, colocándose las gafas que constantemente se le resbalaban por la nariz. Tras recibir la señal que lo autorizaba a entrar en el despacho, traspasó la puerta y se giró lentamente para cerrarla. Se alegró de su prudencia, desde fuera se habían oído los gritos e hizo bien en preguntar antes de entrar al despacho en lugar de hacerlo directamente como en otras ocasiones.

Carmen Domingo - La fuga
Parecía claro, a juzgar por todos los comentarios vecinales, que, tal como transcurrió el apresurado noviazgo, don Alfonso había decidido casarse de un día para otro con una mujer más de diez años mayor que él para mejorar en prestigio y alcanzar una clase social a la que de otro modo no hubiera accedido. Doña Julia, la afortunada novia, era duquesa y su padre uno de los requetés más conocidos de la zona. Perfecto para prestigiar su más que holgada situación económica, pero de dudoso origen.

Ted Lewis - Carter
Aparqué el coche y me dirigí a la entrada acristalada. Había un portero con una libreta a lo Tom Arnold. Pasé de largo y entré en el enorme vestíbulo. Solo había dos gorilas. Uno a cada punta, como si fueran sujetalibros. Los dos se fijaron en mí, pero me permitieron llegar hasta el mostrador de recepción. El hombre que había tras el mostrador parecía haberse graduado en la carrera del Bingo. En sus días de juventud a lo mejor había cantado baladas en alguna sala de baile de provincias.

Ted Lewis - Carter
Miré a mi alrededor y vi a las esposas de la nueva pequeña nobleza. No había ni una que no fuera demasiado arreglada. No había ni una que no parecía estar enferma del estómago de celos de algo o de alguien. No habían tenido nada cuando eran más jóvenes; después de la guerra poco a poco habían llegado a tener de todo, y el cambio había sido tan sorprendente que no podían dejar de querer cosas, nunca estaban satisfechas. Eran la clase de personas que me hacían comprender que yo tenía razón.

Ted Lewis - Carter
Llovía otra vez a cántaros. El neón azul brillaba en los charcos. Eric estaba junto a un Rolls Royce y miraba en dirección al pub. Esperó unos segundos, se metió en el coche y lo puso en marcha. Esperé hasta que cruzó la calzada que desembocaba en la calle principal. Me agaché, salí del pub y corrí siguiendo una hilera de coches hasta donde estaba el mío. Mientras tanto, Eric había doblado a la izquierda y se alejaba siguiendo High Street hacia el extremo norte de la ciudad.

Ted Lewis - Carter
Corrí siguiendo la parte delantera de la casa y doblé la esquina, pero seguía sin verlo, así que continué y doblé otra esquina, y ya volvía a estar de nuevo en la parte de atrás. Ahí estaba Albert. Frustrado en su huida. Había corrido en dirección al coche, pero Glenda le gritaba y yo tenía las llaves. Albert empezó a soltar palabrotas y Glenda gritó al verme, y Albert volvió la cabeza y también me vio, y entonces echó a correr en dirección opuesta a la casa, hacia las plantas siderúrgicas.

Margaret Atwood - El cuento de la criada
Aquí, las aceras son de cemento. Intento no pisar las juntas, como los niños. Recuerdo cuando caminaba por estas aceras, en otros tiempos, y el calzado que solía usar. A veces llevaba zapatillas de carrera con el interior acolchado y agujeritos para que el pie respirara, y estrellas de tela fosforescente que reflejaban la luz en la oscuridad. Sin embargo, nunca corría de noche, y durante el día solo lo hacía por las calles muy concurridas. En aquel entonces las mujeres no estaban protegidas.

Magaret Atwood - El cuento de la criada
Resulta extraño recordar lo que solíamos pensar, como si lo tuviéramos todo al alcance, como si no existieran las contingencias, ni los límites; como si fuéramos libres de modelar y remodelar eternamente los siempre expansibles perímetros de nuestras vidas. Yo también era así, también lo hacía. Luke no fue el primer hombre en mi vida, y podría no haber sido el último. Si no hubiera quedado congelado de ese modo. Parado en seco en el tiempo, en el aire, entre los árboles, en mitad de la caída.

Margaret Atwood - El cuento de la criada
Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido.