Naoko fue a la cocina, abrió el cajón y trajo una vela grande y blanca. Yo la encendí, dejé caer la cera en un plato y la planté allí. Reiko encendió un cigarrillo con la llama de la vela. Como de costumbre, reinaba un profundo silencio; inmersos en aquella quietud y reunidos alrededor de la vela, parecíamos tres náufragos perdidos en los confines del mundo. Las sombras mudas de la luna y las sombras danzantes de la vela se superponían, entretejiéndose unas con otras sobre la blanca pared.