No tardé mucho en encontrar la carretera principal de Ismailia y, en cuanto la cogí, puse el Lagonda a sus buenos cien kilómetros por hora. La carretera era angosta, pero el firme era liso y no había tráfico. El país del Delta se extendía a mi alrededor, lúgubre y desolado bajo la luz de la luna, los campos llanos y sin árboles, canales de regadío entre ellos y el suelo negro, negrísimo, por doquier. Resultaba indeciblemente sombrío.