Ante nosotros, la carretera se extendía, blanca, a través de la llanura, en dirección a Pamplona. Entramos en la ciudad por el otro lado de la meseta. La carretera era empinada y polvorienta, con dos hileras de árboles para dar sombra; luego, al entrar en la parte nueva de la ciudad, construida fuera de las viejas murallas, se aplanó. Pasamos por delante de la plaza de toros, alta y blanca; a la luz del sol, parecía hecha de hormigón.