Anónimo
Saqué el encendedor del bolsillo con tal torpeza que el paquete de tabaco se cayó al suelo. Me agaché y a tiento, además del tabaco, encontré un manojo de llaves. Con la ayuda del encendedor observé que eran las de la habitación vedada, llaves que mi padre siempre llevaba colgadas del cuello.
Anónimo
Más de una vez me había comentado que le gustaba entrar por aquel estrecho pasadizo porque ya olía desde allí los guisos de su madre. Llevaba aquel vestido del verano pasado, estampado de flores y hojas, hasta la rodilla y con vuelo.
Anónimo
Afilados, blancos, bellísimos, se tiñeron de rojo, pero cuando alcanzó la esquina lanzó el cuerpo ensangrentado contra la pared creando un macabro picasso.
Anónimo
Se abrió la puerta del coche y de él bajó una mujer. Detrás de ella se apeó el conductor. La calle estaba vacía. Se situó a la altura del hombre, se sentía débil. La cogió por la nuca, la situó bajo sus dientes, y penetró hasta alcanzar el hueso, sonó como si se quebrase una ramita en el interior de un gran bosque.
Anónimo
Despertó empapado en sudor, con el corazón desbocado y casi sin aire. Al abrir los ojos, todo era oscuridad. Intentó incorporarse en la cama, estirar los brazos, pero el techo y las paredes de madera se lo impedían.
Anónimo
Soñó que le metían en un ataúd. De nada servían sus gritos advirtiendo que estaba vivo. Oía el ruido de la tapa al cerrarse, las paladas de arena al golpear en la madera. Un escalofrío de gusanos le recorría el cuerpo.
Anónimo
Sobresaltada, corrió hasta la ventana para cerrarla, pero no pudo llegar hasta ella. Las sombras de la noche, el alma de su madre, a la que abandonó hacía tantos años, la arrastró definitivamente a un sueño del que nunca volvería a despertar.
Anónimo
La joven heredera se disponía a pasar la primera noche en su nueva casa, la que fue la casa de su familia, la casa en la que nacieron y murieron todos sus antepasados.
Anónimo
Desde ese momento, desde el mismo momento en que cerró la puerta de su habitación, la joven sabía que cualquier cosa podía suceder. La casa silenciosa, la humedad en las maderas... Aquella enorme casa vieja que el caprichoso destino quiso conservar del mal pasar del tiempo se levantaba, en medio del camino, entre rocosas montañas.
Anónimo
Sabía que algún día lo atraparía y no podría escapar. Va a trabajar caminando deprisa, no quiere ver su reflejo en la acera, lo ignora. Pero la sombra le pesa, hasta diría que le está oprimiendo, casi no puede con ella, no le deja respirar, hasta el punto de que acaba tirándole al suelo.
Anónimo
Muero por volar. Muero por ver la ciudad desde el cielo otra vez, aunque sea la última. Pero ya no es posible, ya no puedo. Nunca más podré. Es -era- mi forma de vida. Volaba desde antes del alba hasta el atardecer, para vivir, para comer, o simplemente porque no hay nada mejor.
Anónimo
Cuando entré en la habitación donde chillaba el violín, llamé al patrón. Solo obtuve ruido por respuesta. En la oscuridad, sentí frío. Encendí la luz, y encontré de frente al anciano, que yacía sentado en un sillón, perdida la mirada.
Anónimo
No comprendía cómo sus dedos artríticos podían sostener el violín. Menos aún, cómo podían deslizarse entre las cuerdas con tanta rapidez que hubieran parecido virtuosos si aquella música no sonase como la matanza del cerdo.
Anónimo
A las doce, como cada noche. Desde que alquilé una habitación en aquella oscura pensión, dormir era un sueño. Mi casero debió advertirme, antes de cobrarme por adelantado, de su costumbre de tocar el violín a medianoche.
Juanma Ruiz Suárez
- Un hueco en la mina
Así que allí estaba yo, arrastrándome como miles de veces he hecho, pero sintiendo tanto miedo como la primera vez. Cuando llegué al final del túnel, pude ver lo que nos aguardaba, ante mí un sinfín de criaturas espectrales danzaban alrededor de una fogata de color verde, y comprendí que bailaban porque por fin eran libres.
Anónimo
No era habitual toparse con galerías que no fueran nuestras. Si, además, una luz tenue y unos ruidos surgían de ellas -como era el caso-, el temor nos invadía a todos, por muy bravucones que nos mostrásemos algunos.
Anónimo
Sus ojos, no obstante, parecían contener en su reflejo celeste el recuerdo de un mar, ahora distante, que en el pasado protegía del sol ardiente aquel páramo inhóspito en el que había quedado prisionero.
Anónimo
Su cuerpo de escalas cobrizas estaba adornado por sinuosas vetas doradas que parecían pintadas en un mismo trazo por la misma mano que había creado las serpenteantes dunas donde habitaban.
Ramón Casas
- Pequeña Historia
En cuestión de segundos, se les estremeció el alma. No solo por lo que acababan de hacer, sino por la enorme serpiente dorada que estaba frente a ellos.