Guía del autoestopista galáctico
Pero sus siguientes palabras no les sirvieron de mucho. Uno de los funcionarios del comité estaba molesto y decidió que el Presidente no se encontraba evidentemente con ánimos para leer el encantador discurso que se había escrito para él, y conectó el interruptor del control remoto del aparato que llevaba en el bolsillo. Frente a ellos, una enorme cúpula blanca que se proyectaba contra el cielo se rompió por la mitad, se abrió y cayó lentamente al suelo.
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Tenía fama de ser asombrosamente inteligente, y estaba claro que lo era; pero no siempre, lo que evidentemente le preocupaba, y por eso fingía. Prefería confundir a la gente a que le despreciaran. Para Trillian eso era lo más estúpido, pero ya no se molestaba en discutirlo.
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Una de las mayores dificultades que Trillian experimentaba en su relación con Zaphod consistía en saber cuándo fingía ser estúpido para pillar desprevenida a la gente, cuándo pretendía serlo porque no quería molestarse en pensar y deseaba que otro lo hiciera por él, cuándo simulaba ser atrozmente estúpido para ocultar el hecho de que en realidad no entendía lo que pasaba, y cuándo era verdadera y auténticamente estúpido.
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Aún no se le había comunicado a Arthur en forma debida que el ayuntamiento quería derribarla para construir en su lugar una vía de circunvalación. A las ocho de la mañana de aquel jueves, Arthur no se encontraba muy bien. Se despertó con los ojos turbios, se levantó, deambuló agotado por la habitación, abrió una ventana, vio un bulldozer, encontró las zapatillas y, dando un traspié, se encaminó al baño para lavarse.
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El miércoles por la noche había llovido mucho y el camino estaba húmedo y embarrado, pero el jueves por la mañana había un sol claro y brillante que, según iba a resultar, lucía sobre la casa de Arthur por última vez.
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También tenía unos treinta años; era alto y moreno, y nunca se sentía enteramente a gusto consigo mismo. Lo que más solía preocuparle era el hecho de que la gente le preguntara siempre por qué tenía un aspecto tan preocupado. Trabajaba en la emisora local de radio, y solía decir a sus amigos que su actividad era mucho más interesante de lo que ellos probablemente pensaban.
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La única persona para quien la casa resultaba en cierto modo especial, era Arthur Dent, y ello sólo porque daba la casualidad de que era el único que vivía en ella. La había habitado durante tres años, desde que se mudó de Londres, donde se irritaba y se ponía nervioso.
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La casa se alzaba en un pequeño promontorio, justo en las afueras del pueblo. Estaba sola y daba a una ancha extensión cultivable de la campiña occidental. No era una casa admirable en sentido alguno; tenía unos treinta años de antigüedad, era achaparrada, más bien cuadrada, de ladrillo, con cuatro ventanas en la fachada delantera y de tamaño y proporciones que conseguían ser bastante desagradables a la vista.
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Pero la historia de aquel jueves terrible y estúpido, la narración de sus consecuencias extraordinarias y el relato de cómo tales consecuencias están indisolublemente entrelazadas con ese libro notable, comienza de manera muy sencilla. Empieza con una casa.
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En muchas de las civilizaciones más tranquilas del margen oriental exterior de la galaxia, la Guía del autoestopista ya ha sustituido a la gran Enciclopedia galáctica como la fuente reconocida de todo el conocimiento y la sabiduría, porque si bien incurre en muchas omisiones y contiene abundantes hechos de autenticidad dudosa, supera a la segunda obra, más antigua y prosaica, en dos aspectos importantes.
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Y no solo es un libro absolutamente notable, sino que también ha tenido un éxito enorme: es más famoso que las obras escogidas sobre el cuidado del hogar espacial, más vendido que las otras cincuenta y tres cosas que hacer en gravedad cero y más polémico que la trilogía de la devastadora fuerza filosófica de Oolon Colluphid. ¿En qué se equivocó Dios? Otros grandes errores de Dios... pero ¿Quién es ese tal Dios?
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De manera que persistió el problema; muchos eran humildes y la mayoría se consideraban miserables, incluso los que poseían relojes digitales. Cada vez eran más los que pensaban que, en primer lugar, habían cometido un gran error al bajar de los árboles. Y algunos afirmaban que lo de los árboles había sido una equivocación, y que nadie debería haber salido de los mares.
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Este planeta tenía el problema siguiente: la mayoría de sus habitantes eran infelices durante casi todo el tiempo. Muchas soluciones se sugirieron para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían principalmente a los movimientos de pequeños trozos de papel verde; cosa extraña, ya que los pequeños trozos de papel verde no eran precisamente quienes se sentían infelices.
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También es la historia de un libro, titulado Guía del autoestopista galáctico; no se trata de un libro terrestre, pues nunca se publicó en la Tierra y, hasta que ocurrió la terrible catástrofe, ningún terrestre lo vio ni oyó hablar de él.
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Lamentablemente, sin embargo, antes de que pudiera llamar por teléfono para contárselo a alguien, ocurrió una catástrofe terrible y estúpida y la idea se perdió para siempre. Esta no es la historia de la muchacha. Sino la de aquella catástrofe terrible y estúpida, y la de algunas de sus consecuencias.
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Y entonces, un jueves, casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un madero por decir que, para variar, sería estupendo ser bueno con los demás, una muchacha que se sentaba sola en un pequeño café de Rickmansworth comprendió de pronto lo que había ido mal durante todo el tiempo, y descubrió el medio por el que el mundo podría convertirse en un lugar tranquilo y feliz. Esta vez era cierto, daría resultado y no habría que clavar a nadie a nada.
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Arthur huirá de la Tierra junto a un amigo suyo, Ford Prefect, que resultará ser un extraterrestre emparentado con Zaphod Beeblebrox, un pirata esquizoide de dos cabezas, en cuya nave conocerá al resto de personajes que lo acompañarán: un androide paranoide y una terrícola que, como él, ha logrado escapar.
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Un jueves a la hora de comer, la Tierra es demolida para poder construir una nueva autopista hiperespacial. Arthur Dent, un tipo que esa misma mañana ha visto cómo echaban abajo su propia casa, considera que eso supera lo que una persona puede soportar.
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El motivo por el que se publicó en forma de micro submesón electrónico, era porque, si se hubiera impreso como un libro normal, un autoestopista interestelar habría necesitado varios edificios grandes e incómodos para transportarlo.
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Tenía un aspecto demencialmente complicado, y esa era una de las razones por las cuales estaba escrito en la cubierta de plástico que lo tapaba las palabras NO SE ASUSTE con caracteres grandes y agradables. La otra razón consistía en que tal aparato era el libro más notable que habían publicado las grandes compañías editoras de Osa Menor: la Guía del Autoestopista galáctico.