Guía del autoestopista galáctico
Ford miró a Arthur con un destello de ira en los ojos. Ahora que sentía terreno familiar bajo sus plantas, empezó a lamentar de pronto el haber cargado con aquel primitivo ignorante que sabía tanto de los asuntos de la Galaxia como un mosquito de Ilford de la vida en Pekín.
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Su consola principal estaba instalada en un despacho de dirección de un modelo especial, montada sobre un enorme escritorio de la ultracaoba más fina con el tablero tapizado de lujoso cuero ultrarrojo. La alfombra oscura era discretamente suntuosa; había plantas exóticas y elegantes grabados de los programadores principales del ordenador y de sus familias generosamente desplegados por la habitación, y ventanas magníficas daban a un patio público bordeado de árboles.
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Al fin no pudo soportarlo más. Alzó las cabezas al cielo, dio un alarido en tercer tono mayor, arrojó la bomba al suelo y echó a correr en línea recta, entre el mar de radiantes sonrisas súbitamente paralizadas.
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Subía agua hirviente por debajo de la burbuja: manaba a borbollones. La burbuja se agitaba en el aire, moviéndose y meciéndose en el chorro de agua. Subió y subió, arrojando pilares de luz al farallón. El chorro siguió subiéndola y el agua caía nada más tocarla, estrellándose en el mar a centenares de metros.
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Zaphod atravesó la pared del globo y se sentó cómodamente en el sofá. Extendió los dos brazos por el respaldo y con el tercero se sacudió el polvo de las rodillas. Sus cabezas se movían de un lado a otro, sonriendo; alzó los pies. En cualquier momento, pensó, podría gritar.
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Un globo transparente de unos ocho metros de altura osciló cerca de su lancha, moviéndose y meciéndose, refulgiendo bajo el sol brillante. En su interior flotaba un amplio sofá semicircular guarnecido de magnífico cuero rojo; cuanto más se movía y se mecía el globo, más quieto permanecía el sofá, firme como una roca tapizada. Todo preparado, una vez más, con la intención de causar efecto.
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La cámara robot se acercó para sacar un primer plano de la más popular de sus dos cabezas; Zaphod volvió a saludar con la mano. Tenía un aspecto toscamente humanoide, si se exceptuaba la segunda cabeza y el tercer brazo. Su pelo, rubio y desgreñado, se disparaba en todas direcciones; sus ojos azules lanzaban un destello absolutamente desconocido, y sus barbillas casi siempre estaban sin afeitar.
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Al cabo de unos segundos, corrió a cubierta y saludó sonriente a los tres mil millones de personas. Los tres mil millones de personas no estaban realmente allí, sino que contemplaban cada gesto suyo a través de los ojos de una pequeña cámara robot 3D que se movía obsequiosamente por el aire.
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A Zaphod le encantaba causar impresión: era lo que sabía hacer mejor. Giró bruscamente el timón, la lancha viró en redondo deslizándose como una guadaña bajo la pared del farallón y se detuvo suavemente, meciéndose entre las olas.
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Efectivamente, no necesitaba rozar el agua en absoluto, porque iba suspendida de un nebuloso almohadón de átomos ionizados; pero solo para causar impresión estaba provista de aletas que podían arriarse para que surcaran en el agua. Cortaban el mar lanzando por el aire cortinas de agua, profundas cuchilladas que oscilaban caprichosamente y volvían a hundirse levantando negra espuma en la estela de la lancha a medida que se adentraba velozmente en la bahía.
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Quizá no les hubiera importado si hubiesen sabido exactamente cuánto poder ejercía en realidad el Presidente de la Galaxia: ninguno en absoluto. Solo seis personas en toda la Galaxia sabían que la función del Presidente galáctico no consistía en ejercer el poder, sino en desviar la atención de él.
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Entre todos habían alcanzado y superado los límites de las leyes físicas, reconstruyendo la estructura fundamental de la materia, forzando, doblegando y quebrantando las leyes de lo posible y de lo imposible; pero la emoción más grande de todas parecía ser el encuentro con un hombre que llevaba una banda anaranjada al cuello (eso era lo que tradicionalmente llevaba el Presidente de la Galaxia).
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Se componía en su mayor parte de ingenieros e investigadores que habían construido el Corazón de Oro; por lo general eran humanoides, pero aquí y allá había unos cuantos atominarios reptiloides, un par de fisucturalistas octopódicos y un hooloovoo (un hooloovoo es un matiz superinteligente del color azul).
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La isla de Francia tenía unos treinta kilómetros de largo por siete y medio de ancho, era arenosa y en forma de luna creciente. En realidad, parecía existir no tanto como una isla por derecho propio sino en cuanto simple medio de definir la curva extensión de una enorme bahía.
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Ford Prefect estaba desesperado porque no llegaba ningún platillo volante; quince años era mucho tiempo para andar perdido en cualquier parte, especialmente en un sitio tan sobrecogedoramente aburrido como la Tierra.
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En realidad, lo que verdaderamente buscaba cuando miraba al cielo con aire distraído, era cualquier clase de platillo volante. Decía que buscaba uno verde porque ese era tradicionalmente el color de los exploradores comerciales de Betelgeuse.
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Esas noches solían acabar mal. Ford se ponía ciego de whisky, se acurrucaba en un rincón con alguna chica y le explicaba con frases inconexas que en realidad no importaba tanto el color de los platillos volantes.
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A veces se apoderaban de él extraños estados de ánimo; se quedaba distraído, mirando al cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que alguien le preguntaba qué estaba haciendo. Entonces parecía sentirse culpable durante un momento; luego se tranquilizaba y sonreía.
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A la mayoría de los amigos que había hecho en la Tierra les parecía una persona excéntrica, pero inofensiva; un bebedor turbulento con algunos hábitos extraños. Por ejemplo, solía irrumpir sin que lo invitaran en fiestas universitarias, donde se emborrachaba de mala manera y empezaba a burlarse de cualquier astrofísico que pudiera encontrar hasta que lo echaban a la calle.
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Había algo raro en su aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era. Quizá consistiese en que no parecía parpadear con la frecuencia suficiente, y cuando le hablaban durante cierto tiempo, los ojos de su interlocutor empezaban a lagrimear. O tal vez fuese que sonreía con muy poca delicadeza y le daba a la gente la enervante impresión de que estaba a punto de saltarles al cuello.